Los combates de San Agustín y los nuestros
Esta semana celebraremos a S. Agustín, no sólo ejemplo de santidad, sino de búsqueda de Dios, de combate espiritual y lucha interior para superar las dudas o confusiones. En estos tiempos que son un cambio de época como el que él vivió, su vida y sus reflexiones pueden ser muy provechosos para quienes tienen confusión en el alma. La agonía (=lucha) cristiana en San Agustín tuvo campo de acción, primero su mismo corazón, y luego todo el campo de la Iglesia, minado por las herejías.
Convertirse no es sólo vaciarse y quedarse interiormente hueco y famélico, sino llenarse de manjares eternos que nutren, iluminan y deleitan el alma. La espiritualidad debe dar alimento, luz y alegría al espíritu. La dispersión exterior o interior es óbice para conquistar el reino espiritual. La ética y la doctrina del conocimiento no deben separarse, aunque el conocimiento filosófico y la solución de los problemas no eran para él un fin, sino un medio.
Por eso San Agustín aplicó el método de la introspección en forma de examen de conciencia, que habían practicado también los filósofos. En sus “Soliloquios”, escritos antes del bautismo, ofrece una exploración interior de su estado, de lo que ama, de los motivos de sus aficiones, etc. Más tarde, cuando escribió las “Confesiones”, siendo obispo, dejó también una muestra implacable de introversión, revelándonos su conciencia llagada y sangrante: «He considerado las enfermedades de mis pecados, que proceden de la triple concupiscencia, y he invocado tu diestra para salvarme». El examen frecuente de la propia conciencia con la aguda sensibilidad que tuvo Agustín, pertenece a su habitual agonía cristiana, que le mantuvo siempre vigilante. San Agustín era exigente en este punto.
San Agustín señala aquí el verdadero campo bélico que es lo interior. Lo primero para salir con la victoria es quitar las armas al espíritu mismo con el señorío de sí mismo y el dominio de las pasiones: la soberbia, la envidia, la sensualidad, la pereza. Estas pasiones son las cabezas de facción en el combate cristiano y mientras ellas levanten discordias y rebeliones no se logrará la paz. Haciéndose eco de una experiencia personal y concreta, dice el gran luchador: «Nuestro corazón es continuo campo de batallas. Un solo hombre pelea con una multitud en su interior. Porque allí le molestan las sugestiones de la avaricia, los estímulos de la liviandad, las atracciones de la gula y las de la alegría popular; todo le atrae y a todo hace guerra; con todo, es difícil que no reciba alguna herida. ¿Dónde, pues, hallarás la seguridad? Aquí en ninguna parte, a no ser en la esperanza de las divinas promesas. Mas cuando lleguemos allí reinará la paz perfecta, porque serán cerradas y selladas las puertas de Jerusalén; allí el lugar de la victoria total y de gozo grandes».
San Agustín se percibe el gemido profundo de la situación humana, aunque él estaba convencido de la necesidad de las tentaciones como escuela de progreso y adelanto espiritual: «Nuestra vida en esta peregrinación espiritual no puede estar sin tentaciones, porque nuestro progreso se realiza con nuestra tentación; quien no conoce la tentación no se conoce a sí mismo, ni puede ser coronado el que no venciere, ni vencer el que no peleare, ni pelear sin hostilidades ni pruebas». San Agustín suele comparar la vida humana con el mar turbulento y peligroso: «El mundo es un mar, pero también a él le hizo el Señor, y no permite que se encrespen sus olas sino hasta el cantil, donde su furia se deshace. No hay ninguna tentación que no haya recibido de Dios su medida. Y como de las tentaciones, lo mismo digamos de los trabajos y contrariedades: no se permiten para que acaben contigo, sino para que te hagas más fuerte».
En resumen, la espiritualidad cristiana y agustiniana, en su aspecto especulativo y práctico, lleva un sello de agonía, o sea de lucha (cf. mercaba.org).
Convertirse no es sólo vaciarse y quedarse interiormente hueco y famélico, sino llenarse de manjares eternos que nutren, iluminan y deleitan el alma. La espiritualidad debe dar alimento, luz y alegría al espíritu. La dispersión exterior o interior es óbice para conquistar el reino espiritual. La ética y la doctrina del conocimiento no deben separarse, aunque el conocimiento filosófico y la solución de los problemas no eran para él un fin, sino un medio.
Por eso San Agustín aplicó el método de la introspección en forma de examen de conciencia, que habían practicado también los filósofos. En sus “Soliloquios”, escritos antes del bautismo, ofrece una exploración interior de su estado, de lo que ama, de los motivos de sus aficiones, etc. Más tarde, cuando escribió las “Confesiones”, siendo obispo, dejó también una muestra implacable de introversión, revelándonos su conciencia llagada y sangrante: «He considerado las enfermedades de mis pecados, que proceden de la triple concupiscencia, y he invocado tu diestra para salvarme». El examen frecuente de la propia conciencia con la aguda sensibilidad que tuvo Agustín, pertenece a su habitual agonía cristiana, que le mantuvo siempre vigilante. San Agustín era exigente en este punto.
San Agustín señala aquí el verdadero campo bélico que es lo interior. Lo primero para salir con la victoria es quitar las armas al espíritu mismo con el señorío de sí mismo y el dominio de las pasiones: la soberbia, la envidia, la sensualidad, la pereza. Estas pasiones son las cabezas de facción en el combate cristiano y mientras ellas levanten discordias y rebeliones no se logrará la paz. Haciéndose eco de una experiencia personal y concreta, dice el gran luchador: «Nuestro corazón es continuo campo de batallas. Un solo hombre pelea con una multitud en su interior. Porque allí le molestan las sugestiones de la avaricia, los estímulos de la liviandad, las atracciones de la gula y las de la alegría popular; todo le atrae y a todo hace guerra; con todo, es difícil que no reciba alguna herida. ¿Dónde, pues, hallarás la seguridad? Aquí en ninguna parte, a no ser en la esperanza de las divinas promesas. Mas cuando lleguemos allí reinará la paz perfecta, porque serán cerradas y selladas las puertas de Jerusalén; allí el lugar de la victoria total y de gozo grandes».
San Agustín se percibe el gemido profundo de la situación humana, aunque él estaba convencido de la necesidad de las tentaciones como escuela de progreso y adelanto espiritual: «Nuestra vida en esta peregrinación espiritual no puede estar sin tentaciones, porque nuestro progreso se realiza con nuestra tentación; quien no conoce la tentación no se conoce a sí mismo, ni puede ser coronado el que no venciere, ni vencer el que no peleare, ni pelear sin hostilidades ni pruebas». San Agustín suele comparar la vida humana con el mar turbulento y peligroso: «El mundo es un mar, pero también a él le hizo el Señor, y no permite que se encrespen sus olas sino hasta el cantil, donde su furia se deshace. No hay ninguna tentación que no haya recibido de Dios su medida. Y como de las tentaciones, lo mismo digamos de los trabajos y contrariedades: no se permiten para que acaben contigo, sino para que te hagas más fuerte».
En resumen, la espiritualidad cristiana y agustiniana, en su aspecto especulativo y práctico, lleva un sello de agonía, o sea de lucha (cf. mercaba.org).