La JMJ y el Año de la Misericordia
3. La extraordinaria alegría de ser instrumentos de la misericordia de Dios
La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que el Señor nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, cuando nos demos cuenta de que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como él, sin medida. Como dice san Juan: «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor [...] En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,7-11).
Después de haberles explicado de modo muy resumido cómo realiza el Señor su misericordia con nosotros, quiero sugerirles algunos modos concretos de ser instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo.
Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo, según mi miseria, se la devuelvo visitando a los pobres». Pier Giorgio era un joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más necesitados. Les daba algo más que cosas materiales; se daba a sí mismo, gastaba tiempo, palabras, capacidad de escucha. Servía siempre a los pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto» (Mt 6,3-4). Fíjense en que un día antes de su muerte, cuando estaba gravemente enfermo, daba disposiciones sobre cómo ayudar a sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos, que el joven Pier Giorgio visitaba y ayudaba.
A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas evangélicas con el capítulo 25 de Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que seremos juzgados con respecto a ellas. Les invito por tanto a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales: visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que yerra, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rogar a Dios por los vivos y difuntos. Como pueden ver, la misericordia no es «buenismo» ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo actual.
A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, [...] déjense inspirar por la oración de santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Misericordia en nuestra época:
«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla [...]
a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos [...]
a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mi prójimo sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos [...]
a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras [...]
a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio [...]
a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo» (Diario 163).
El mensaje de la Divina Misericordia constituye un programa de vida muy concreto y exigente, pues implica el obrar. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, a quien te ha hecho daño, a quien consideramos un enemigo. «¡Qué difícil es, muchas veces, perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices» (Misericordiae vultus, 9).
Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones diferentes, hay muchas guerras e incluso quien usa la propia religión como justificación para la violencia. Tenemos que suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Igual que Jesús, que en la cruz rezaba por los que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La misericordia es el único camino para vencer el mal. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. Cómo me gustaría que todos nos uniéramos en una misma oración, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero.
Papa Francisco, del Mensaje para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud 2016
La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que el Señor nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, cuando nos demos cuenta de que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como él, sin medida. Como dice san Juan: «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor [...] En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,7-11).
Después de haberles explicado de modo muy resumido cómo realiza el Señor su misericordia con nosotros, quiero sugerirles algunos modos concretos de ser instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo.
Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo, según mi miseria, se la devuelvo visitando a los pobres». Pier Giorgio era un joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más necesitados. Les daba algo más que cosas materiales; se daba a sí mismo, gastaba tiempo, palabras, capacidad de escucha. Servía siempre a los pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto» (Mt 6,3-4). Fíjense en que un día antes de su muerte, cuando estaba gravemente enfermo, daba disposiciones sobre cómo ayudar a sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos, que el joven Pier Giorgio visitaba y ayudaba.
A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas evangélicas con el capítulo 25 de Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que seremos juzgados con respecto a ellas. Les invito por tanto a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales: visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que yerra, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rogar a Dios por los vivos y difuntos. Como pueden ver, la misericordia no es «buenismo» ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo actual.
A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, [...] déjense inspirar por la oración de santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Misericordia en nuestra época:
«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla [...]
a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos [...]
a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mi prójimo sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos [...]
a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras [...]
a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio [...]
a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo» (Diario 163).
El mensaje de la Divina Misericordia constituye un programa de vida muy concreto y exigente, pues implica el obrar. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, a quien te ha hecho daño, a quien consideramos un enemigo. «¡Qué difícil es, muchas veces, perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices» (Misericordiae vultus, 9).
Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones diferentes, hay muchas guerras e incluso quien usa la propia religión como justificación para la violencia. Tenemos que suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Igual que Jesús, que en la cruz rezaba por los que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La misericordia es el único camino para vencer el mal. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. Cómo me gustaría que todos nos uniéramos en una misma oración, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero.
Papa Francisco, del Mensaje para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud 2016